Estos dos últimos días no he hecho otra cosa que recordar. Parece que el día de descanso ha aliviado la presión de mi cerebro, que ha empezado a liberar imágenes. Puede que sea culpa del verano y sus olores.Mis recuerdos están a flor de piel y cualquier estímulo me trae uno.
Estaba mirando fotos de Marian Lantero y los muebles de madera que utiliza. Las atmósferas que crea me recuerdan a la casa de Rosa Elda en la Matanza, toda de madera. Parecía un castillo con sus piedras incrustadas en la pared, y tantas habitaciones por todas partes en las que habían colocado muebles antiguos restaurados. Los niños nos pasábamos el día de un lado a otro. Nos gustaba especialmente la buhardilla, porque había que subir a cuatro patas por aquella escalerita tan empinada y, una vez entrabas, nos picaban los ojos y estornudábamos sin parar. Contábamos algún cuento de miedo, jugábamos al escondite a oscuras y en seguida bajábamos a seguir explorando otra habitación. Yo tenía que tener muchocuidado al moverme por la casa porque tenía miedo a los perros y en esa casa había dos. Así que, en cualquier momento podía aparecer uno y mirarme con sus ojos cansados y yo entrar en shock y quedarme paralizada en medio de un pasillo y tener que pedir a un adulto que alejara a ese pobre animal de mi.
Anoche fue el olor seco del aire y, un poco, la añoranza de mi padre lo que me hizo acordarme de Madrid. No de la ciudad en sí y no en cualquier momento, sino del pueblo de Perales y del verano de 2006. Ese año pasamos casi un mes en la capital y dos semanas en el pueblo. Recuerdo la sensación mágica de aburrimiento eterno y los juegos que inventamos para rellenar los días, tan largos en aquella época. Yo, como siempre, prefería estar en otros sitios, inconsciente y caprichosa porque era adolescente.
Paloma y yo dábamos muchos paseos en bici y, una tarde, se nos ocurrió volver a casa comiendo moras silvestres. De repente a mi hermana le entró un ataque de risa y se tiró al suelo riéndose. Al principio me hizo gracia, después me asusté y empecé a zarandearla para que dejara de reirse y siguiéramos a casa, preocupada por si estaba envenenada. Supongo que, en el algún momento dejó de reirse, nos levantamos y nos fuimos, porque no recuerdo nada más.
Me acordé también de Alicia, que me envió por correo el disco de Aventura, como regalo de mi cumpleaños. Nuestras conversaciones secretas, con Marta, sobre sus novios, lo que habían hecho con ellos. Yo no tenía nada que contar, pero escuchaba muy atenta, entre asqueada y sorprendida. Ibamos a dar vueltas por la feria vestidas como las chicas que salían en la Bravo (esa revista condicionó demasiado mi adolescencia. Tendría que haber hecho caso a mi padre y haber comprado sólo revistas de música). Recuerdo la primera y única vez que vi una calle después de una corrida. Estaba toda roja y un charco viscoso de sangre bajaba como una cascada entre la gente. "Papá, ¿eso es sangre?" Luego los mayores se sentaban en la terraza de un autobar a tomar copas y Alicia, Marta y yo dábamos vueltas por la feria mirando a los chicos de nuestra edad. Yo estaba loca por las historias de amor para adolescentes y estaba segura de que en cualquier momento caería un chico con aspecto de actor californiano del cielo, se enamoraría de mi y viviríamos un breve pero intenso idilio veraniego. Sin embargo, los chicos que nos miraban con la risa floja, apoyados en las casetas o en las vallas de las atracciones eran como nosotras: feos, con granos y con la cabeza llena de historias absurdas que nunca iban a ocurrir. Volvía a mi casa triste y leía de nuevo la Bravo, a ver si había algún paso importante que me había saltado para que me ocurriera alguna historia de esas que tanto me gustaban.