Puse una oreja en tu pecho y escuché caballos que nunca llegaron. Tus brazos, derrumbados sobre mi espalda como secuoyas podridas partidas por un rayo, no me dejaban respirar. Todo había sido destruído. Eras un bosque muerto. Quemado. Tu piel aún olía a humo, y un vapor húmedo, pegajoso y ácido subía, arrastrándose, por mi cara. De repente, empezaste a temblar y me pregunté por qué las catástrofes nunca vienen solas. Por qué ocurren, siempre, en los mismos lugares.
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