Los axiomas en que basamos nuestras vidas son ridículos y mutiladores. Decimos para un lado, pero hacemos hacia el otro. Pretendemos independizarnos de la aristocracia, pero ella es como esa madre severa, de nariz arrugada y corazón extirpado a la que intentas, en secreto, hacer sonreír; aunque luego digas que la odias.
Porque nuestro cariño, nuestra belleza y nuestra risa están organizados según los cánones que esta madre nos enseñó con su jarabe de palo en el recreo, mientras nos ponía en fila y elegía en silencio a sus hijos preferidos. Y nosotros, los que siempre nos esforzamos por caerle bien y conseguir hacer algo que, al fin, le gustase, nos creímos peores.
Nos creímos peores y nos esforzamos por ordenar nuestras habitaciones y peor; nuestros cerebros. Nos creímos que el caos era feo, porque nuestra madre sí era fea dentro de nuestro caos, y eso nos daba miedo.
Pero es hora de crecer. Sin normas no nos harán falta madres y tampoco vamos a necesitar su permiso, beneplácito, bendición o caramelo para saber que estamos haciendo bien al disfrutar de nuestros imperdonables defectos.
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