Yo ya me había dado cuenta de que
la autodestrucción me pone cachonda.
Hay que follarse a
las mentes. Muy bien, ahora imagina disminuir hasta el centímetro,
atravesar el himen del cerebro y dar un paseo por el útero craneal.
Abrí la puerta y
me asomé. Me quité los zapatos porque en los lugares sagrados se
entra descalza. Mis pupilas se habían abierto ya el triple cuando
cerré la puerta.
Me puse a caminar
entre las estanterías laberínticas,
blancas,
craneales,
que había.
Las formas
cambiaban constantemente.
Vi tarros llenos de
formol y criaturas abisales. Los pensamientos necesitan un poco de
luz propia para sobrevivir en un lugar tan oscuro.
Encontré libretas,
papeles, libros amarillos, post-its. Dibujos, prospectos médicos,
pañuelos de papel. Fotos de carnet, recortes del National
Geographic.
Había incienso en
algunos estantes. Me encantaba que todo estuviera tan desordenado.
Sabía que allí se limpiaba con benzodiazepinas y se fregaba con
cerveza. Eso también me gustaba porque el suelo era pegajoso y se
iba quedando peludo, como con césped, por culpa de las huellas de
mis calcetines.
Entonces,
te vi al fondo de
un pasillo estrecho
hundido en un
sillón pequeño
sonriendo y fumando
chilum.
Yo había entrado
con un porro en la mano y le di una calada.
Echamos el humo a
la vez
muy despacio
y nos miramos.
Empecé a caminar
hacia ti
dejando un rastro
de pelusas ligero, como de caracol con prisa,
mientras estiraba
un brazo y lo iba arrastrando despacio
sin dejar de
mirarte
por las
estanterías, tirándolo todo, rompiendo los frascos, apagando el
incienso.
Tú seguías
sonriendo hasta que llegué a ti. Di una última calada y tiré el
porro a la alfombra.
Me senté en tus
rodillas
a horcajadas
en tus rodillas de
lomo de caballo negro
y te agarré la
nuca.
La alfombra empezó
a arder mientras yo,
con los ojos
cerrados,
galopaba por el
desierto con el olor del incienso en el tabique
y el viento lleno
de arena me arañaba los párpados
y el humo de tu
chilum salía de tu boca, me lamía la oreja y se mezclaba con el de
la alfombra.
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