Estaba en la estación de guaguas y sólo había
viajeros. Se subían en las guaguas que eran como gatos pero grandes,
verdes y huecas.
Las guaguas se iban rapídisimo (ya sin parecer gatos) y yo estaba mareada. Pero veía todo rosadito, rosadito.
Un tipo dio una patada a un papel mientras venían por el pasillo, apartando viejos y mendigos, cuatro enfermeros con una camilla que tenía encima un edredón violeta. Dos señalaron mis zapatos y dos apartaron el edredón. Me quité los zapatos y los dejé en el suelo, con cuidado para no molestar a los chicles pegados, y los enfermeros me ayudaron a subir a la camilla, cuyas patas se estiraron varios metros cuando me hube tumbado. Los enfermeros rodaron la camilla para sacarme de la enorme caja de gatos-huecos-verdes y yo me despedí de los zapatos moviendo los deditos con los que agarraba el edredón.
Gracias a los enfermeros, no tuve que esperar en el semáforo del Corte Inglés; aunque lo único que se me ocurrió para reirme de los tontos que esperaban fue tirarles una pelusa que tenía en el ombligo.
Fuimos haciendo zig-zag por la autopista y pude notar cómo mi cerebro se golpeaba, dormido, con las paredes interiores de mi cráneo.
Los enfermeros cantaban canciones de Los Rodríguez y hacían trucos de magia para hacerme reír.
Me ponía de lado y veía las nubes rosa y el mundo redondo. Si giraba muy rápido, un enfermero me recogía y me hacía cosquillas en el pie para que no volviera a hacerlo. Por estar tan alta no escuchaba las pitas de los coches, sino que entornaba los ojos y me inventaba formas caleidoscópicas con las luces de las farolas, que me miraban directamente a los ojos.
Cuando llegamos a mi casa y los enfermeros me llevaron haciendo la sillita de la reina hasta mi cama y me dieron, uno por uno, un besito de buenas noches, me acordé de Laura, que estaría en ese momento, esperando aún para coger la guagua en la estación.
Las guaguas se iban rapídisimo (ya sin parecer gatos) y yo estaba mareada. Pero veía todo rosadito, rosadito.
Un tipo dio una patada a un papel mientras venían por el pasillo, apartando viejos y mendigos, cuatro enfermeros con una camilla que tenía encima un edredón violeta. Dos señalaron mis zapatos y dos apartaron el edredón. Me quité los zapatos y los dejé en el suelo, con cuidado para no molestar a los chicles pegados, y los enfermeros me ayudaron a subir a la camilla, cuyas patas se estiraron varios metros cuando me hube tumbado. Los enfermeros rodaron la camilla para sacarme de la enorme caja de gatos-huecos-verdes y yo me despedí de los zapatos moviendo los deditos con los que agarraba el edredón.
Gracias a los enfermeros, no tuve que esperar en el semáforo del Corte Inglés; aunque lo único que se me ocurrió para reirme de los tontos que esperaban fue tirarles una pelusa que tenía en el ombligo.
Fuimos haciendo zig-zag por la autopista y pude notar cómo mi cerebro se golpeaba, dormido, con las paredes interiores de mi cráneo.
Los enfermeros cantaban canciones de Los Rodríguez y hacían trucos de magia para hacerme reír.
Me ponía de lado y veía las nubes rosa y el mundo redondo. Si giraba muy rápido, un enfermero me recogía y me hacía cosquillas en el pie para que no volviera a hacerlo. Por estar tan alta no escuchaba las pitas de los coches, sino que entornaba los ojos y me inventaba formas caleidoscópicas con las luces de las farolas, que me miraban directamente a los ojos.
Cuando llegamos a mi casa y los enfermeros me llevaron haciendo la sillita de la reina hasta mi cama y me dieron, uno por uno, un besito de buenas noches, me acordé de Laura, que estaría en ese momento, esperando aún para coger la guagua en la estación.
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