1/22/2013

volver a casa con migrañas

Estaba en la estación de guaguas y sólo había viajeros. Se subían en las guaguas que eran como gatos pero grandes, verdes y huecas.
Las guaguas se iban rapídisimo (ya sin parecer gatos) y yo estaba mareada. Pero veía todo rosadito, rosadito.
Un tipo dio una patada a un papel mientras venían por el pasillo, apartando viejos y mendigos, cuatro enfermeros con una camilla que tenía encima un edredón violeta. Dos señalaron mis zapatos y dos apartaron el edredón. Me quité los zapatos y los dejé en el suelo, con cuidado para no molestar a los chicles pegados, y los enfermeros me ayudaron a subir a la camilla, cuyas patas se estiraron varios metros cuando me hube tumbado. Los enfermeros rodaron la camilla para sacarme de la enorme caja de gatos-huecos-verdes y yo me despedí de los zapatos moviendo los deditos con los que agarraba el edredón.
Gracias a los enfermeros, no tuve que esperar en el semáforo del Corte Inglés; aunque lo único que se me ocurrió para reirme de los tontos que esperaban fue tirarles una pelusa que tenía en el ombligo.
Fuimos haciendo zig-zag por la autopista y pude notar cómo mi cerebro se golpeaba, dormido, con las paredes interiores de mi cráneo.
Los enfermeros cantaban canciones de Los Rodríguez y hacían trucos de magia para hacerme reír.
Me ponía de lado y veía las nubes rosa y el mundo redondo. Si giraba muy rápido, un enfermero me recogía y me hacía cosquillas en el pie para que no volviera a hacerlo. Por estar tan alta no escuchaba las pitas de los coches, sino que entornaba los ojos y me inventaba formas caleidoscópicas con las luces de las farolas, que me miraban directamente a los ojos.
Cuando llegamos a mi casa y los enfermeros me llevaron haciendo la sillita de la reina hasta mi cama y me dieron, uno por uno, un besito de buenas noches, me acordé de Laura, que estaría en ese momento, esperando aún para coger la guagua en la estación.

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