5/27/2013

caballo negro

(Conocer a alguien es pasear por su recinto craneal. Explorarle la mente, palpándola como un médico. Respira hondo.)

Abrí la puerta y me asomé. La habitación era larga como un túnel y el aire estaba negro. Entré. Me quité los zapatos y los dejé en la entrada mientras mis pupilas se dilataban acostumbrándose a la oscuridad.
Me puse a caminar entre las estanterías laberínticas,
blancas,
craneales,
que había.
Estaban llenas de objetos que no podía identificar, titilaban. Oscilaban, crecían, menguaban, se retorcían... Un impulso eléctrico-pensamiento los recorría y los ponía nerviosos, se estiraban como las papilas gustativas cuando la lengua lame helado.
Criaturas abisales nadando sobre sí mismas en tarros llenos de formol. Algunas brillaban un poco, tímidas, como luciérnagas. Los pensamientos necesitan un poco de luz propia para sobrevivir en un lugar tan oscuro.

En algún lado había incienso quemándose. Me llegaba el humo y se me metía por la nariz y se me enredaba en el pelo. Me lo apartaba de las orejas para que escuchara bien.
El desorden crecía a medida que me adentraba en aquel pasillo mental. Los trastos se acumulaban formando pequeñas montañas camufladas en todos los rincones. Los escuchaba cuchichear, se empujaban para verme mejor.
Había charcos de cerveza y restos de tranxilium en el suelo. A medida que caminaba iba quedando peludo por culpa de las huellas que dejaban mis calcetines en el pringue.

El sonido de un mechero me hizo levantar la cabeza. Entonces, te vi. Al final del fondo. Sentado, fumado y hundido en un sillón pequeño. Sonriendo, fumando. Me miraste a los ojos abanicando con tus pestañas el velo de humo que salía de tu boca.
Yo también tenía un porro en la mano y le di una calada muy larga mirando tus ojos aparecer al diluirse el humo.
Exhalamos a la vez
muy
despacio.
Empecé a caminar hacia ti
dejando un rastro de pelusas ligero, como de baba de caracol con prisa.
Sentí el impulso de estirar un brazo y acariciar los objetos fluorescentes de las estanterías. Caminaba despacio y todo iba cambiando de color. Nunca había acariciado una mente así. Cerraste los ojos y respiraste muy hondo. Yo arrastraba la mano y terminé por tirar algunos frascos, el formol derramado, se apagó el incienso con el barullo.

Me paré delante de ti y seguías sonriendo. Di una última calada y dejé caer el porro a la alfombra. Abriste los ojos. A la alfombra le estaba saliendo una china impresionante pero no te moviste. Sólo rodaste los ojos por mi cuerpo, el porro en tu mano, los brazos apoyados a los lados del sillón, la espalda recta.
Me senté en tus rodillas
a horcajadas
en tus rodillas de lomo de caballo negro
y te agarré la nuca.
La alfombra empezó a arder mientras yo,
con los ojos cerrados,
galopaba por el desierto con el olor del incienso aún en el tabique y los apoya-brazos cerrándome las piernas contra ti, caballo negro.
El viento me arañaba los párpados con sus uñas de arena y el Sol intentaba derretirme pero yo no paraba y agarraba más fuerte el pelo de mi caballo negro.
Tu carrera levantaba más polvo pero estábamos huyendo.
No creo en los oasis, pero huíamos.
El desorden patológico y la mugre cerebral quedaban cogiendo más polvo en aquel cráneo, porque yo seguía sobre ti y tú, caballo negro, no parabas.

El humo del porro, que seguía entre tus dedos, se derramaba de tu boca, chorreaba por tu barbilla, me lamía la oreja y se mezclaba con el que salía de la alfombra, que ya se había convertido en una columna negra que estaba envolviéndonos como en el truco de un mago, dejando aquella mente en silencio, de nuevo a oscuras, como estaba antes de decidir yo abrir su puerta.

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