(Conocer
a alguien es pasear por su recinto craneal. Explorarle la mente,
palpándola como un médico. Respira hondo.)
Abrí
la puerta y me asomé. La habitación era larga como un túnel y el
aire estaba negro. Entré. Me quité los zapatos y los dejé en la
entrada mientras mis pupilas se dilataban acostumbrándose a la
oscuridad.
Me
puse a caminar entre las estanterías laberínticas,
blancas,
craneales,
que
había.
Estaban
llenas de objetos que no podía identificar, titilaban. Oscilaban,
crecían, menguaban, se retorcían... Un impulso
eléctrico-pensamiento los recorría y los ponía nerviosos, se
estiraban como las papilas gustativas cuando la lengua lame helado.
Criaturas
abisales nadando sobre sí mismas en tarros llenos de formol. Algunas
brillaban un poco, tímidas, como luciérnagas. Los pensamientos
necesitan un poco de luz propia para sobrevivir en un lugar tan
oscuro.
En
algún lado había incienso quemándose. Me llegaba el humo y se me
metía por la nariz y se me enredaba en el pelo. Me lo apartaba de
las orejas para que escuchara bien.
El
desorden crecía a medida que me adentraba en aquel pasillo mental.
Los trastos se acumulaban formando pequeñas montañas camufladas en
todos los rincones. Los escuchaba cuchichear, se empujaban para verme
mejor.
Había
charcos de cerveza y restos de tranxilium en el suelo. A medida que
caminaba iba quedando peludo por culpa de las huellas que dejaban mis
calcetines en el pringue.
El
sonido de un mechero me hizo levantar la cabeza. Entonces, te vi. Al
final del fondo. Sentado, fumado y hundido en un sillón pequeño.
Sonriendo, fumando. Me miraste a los ojos abanicando con tus pestañas
el velo de humo que salía de tu boca.
Yo
también tenía un porro en la mano y le di una calada muy larga
mirando tus ojos aparecer al diluirse el humo.
Exhalamos
a la vez
muy
despacio.
Empecé
a caminar hacia ti
dejando
un rastro de pelusas ligero, como de baba de caracol con prisa.
Sentí
el impulso de estirar un brazo y acariciar los objetos fluorescentes
de las estanterías. Caminaba despacio y todo iba cambiando de color.
Nunca había acariciado una mente así. Cerraste los ojos y
respiraste muy hondo. Yo arrastraba la mano y terminé por tirar
algunos frascos, el formol derramado, se apagó el incienso con el
barullo.
Me
paré delante de ti y seguías sonriendo. Di una última calada y
dejé caer el porro a la alfombra. Abriste los ojos. A la alfombra le
estaba saliendo una china impresionante pero no te moviste. Sólo
rodaste los ojos por mi cuerpo, el porro en tu mano, los brazos
apoyados a los lados del sillón, la espalda recta.
Me
senté en tus rodillas
a
horcajadas
en tus
rodillas de lomo de caballo negro
y te
agarré la nuca.
La
alfombra empezó a arder mientras yo,
con
los ojos cerrados,
galopaba
por el desierto con el olor del incienso aún en el tabique y los
apoya-brazos cerrándome las piernas contra ti, caballo negro.
El
viento me arañaba los párpados con sus uñas de arena y el Sol
intentaba derretirme pero yo no paraba y agarraba más fuerte el pelo
de mi caballo negro.
Tu
carrera levantaba más polvo pero estábamos huyendo.
No
creo en los oasis, pero huíamos.
El
desorden patológico y la mugre cerebral quedaban cogiendo más polvo
en aquel cráneo, porque yo seguía sobre ti y tú, caballo negro, no
parabas.
El
humo del porro, que seguía entre tus dedos, se derramaba de tu boca,
chorreaba por tu barbilla, me lamía la oreja y se mezclaba con el
que salía de la alfombra, que ya se había convertido en una columna
negra que estaba envolviéndonos como en el truco de un mago, dejando
aquella mente en silencio, de nuevo a oscuras, como estaba antes de
decidir yo abrir su puerta.
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